La economía de la reputación: de las caritas de El Corte Inglés a las pulseras de Amazon

Las grandes corporaciones quieren dominar el mercado a toda costa. Estas son algunas técnicas con las que se logra mantener domesticados –o con temor– a los trabajadores y trabajadoras.

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Dispositivo de evaluación usado por El Corte Inglés // Ignacio R.

Caída en picado, el primer episodio de la tercera temporada de Black Mirror (Netflix), narra un mundo en el que las personas se califican mediante estrellas en cada interacción social que mantienen. Esta puntuación determina el estatus social al que pertenecen. Puede parecer una distopía, pero su premisa, la de puntuar constantemente al de enfrente, ya opera en nuestra sociedad. Esa fina línea que separa lo ficticio de lo real se disipa y asistimos a un hecho inevitable: la tecnología, en manos equivocadas, nos hace retroceder en derechos y acelera la desintegración social, ambas dinámicas propias a las políticas neoliberales.

El año pasado, El Corte Inglés implementó un nuevo sistema individual para evaluar la atención al público de su personal. Comenzó como prueba piloto, y desde hace unos meses figura en todos sus centros. La clientela puede juzgar el trato ofrecido por el dependiente o dependienta con cinco caritas, a modo de puntuación. Este es un paso obligatorio –también está la opción de no contestar– para obtener el ticket de compra. La cuestión es que una persona en su puesto de trabajo ahora también debe prestar atención a que una persona desconocida proceda a valorarla subjetivamente. Este ejemplo de cómo opera la economía de la reputación, aquella donde nuestro rango en la sociedad depende únicamente de nuestro capital social, la confianza, la honestidad y otras cualidades que nada tienen que ver con categorías que incluyan factores materiales, como conocer la historia familiar o riqueza a la hora de clasificar. 

“No es difícil llegar a la conclusión de que la ‘economía de la reputación’ es solo una forma inteligente de perpetuar (y posiblemente incluso amplificar) las jerarquías sociales y las desigualdades existentes, aunque justificándolas como si fueran reflejos naturales, y no consecuencias derivadas de nuestra condición de clase”, reflexiona Evgeny Morozov en un libro publicado recientemente en castellano por Enclave. Tiendas de ropa, franquicias de comida rápida o los aeropuertos españoles… lugares de gran afluencia donde nadie tiene tiempo para pararse y analizar de manera reposada la opinión que va a verter sobre otros individuos. Se puede dejar llevar por el enfado que le ha provocado, por ejemplo, tener que esperar más de lo normal debido al retraso de una gran aerolínea. Se valora una sensación, sin conocer el detonante. Como resultado, millones y millones de datos de seres humanos quedan reducidos a simples caritas. Están felices, bien. Están tristes, bueno. Pero nadie se para a analizar qué circunstancias les ha llevado a tener esa mueca en su rostro (tecnológico). ¿Cómo afecta todo esto al día a día de los trabajadores y trabajadoras?

En primer lugar, la profesionalidad de la persona empleada se pone en tela de juicio, o en otras palabras: los factores que intervienen a la hora de calificarle están fuera de su alcance y, en vez de recaer las consecuencias sobre la empresa, lo hace sobre ella. Si hay recortes de personal habrá menos capacidad de atención, lo que genera mayor tiempo de espera que provocará descontento en el consumidor; si la tienda no está como desean o alguna prenda ha salido defectuosa, el perjudicado será el eslabón más bajo, quien será reprendido con una ‘carita roja’. O el caso, como denuncian varios trabajadores de El Corte Inglés que prefieren mantener el anonimato, de que el cliente deje de manera intencionada una mala referencia “por el mero hecho de que el precio, de lo que ellos han decidido comprar libremente, no les gusta”. En definitiva, derechos y obligaciones que son modelados de acuerdo a las reglas del mercado en esa “economía de la reputación”, y no por leyes.

Los grandes almacenes habían asegurado a sus empleados y empleadas que esos datos, por negativos que fuesen, no tendrían consecuencias directas sobre ellos. Sin embargo, en conversaciones con La Marea, trabajadores asalariados ofrecen una postura distinta.“Si te ponían un par de caritas rojas te llamaban al despacho para cantarte las cuarenta”, relata una joven que trabajó recientemente en la empresa. Esto, afirma, generaba miedo entre los compañeros porque “mucha gente contestaba un poco molesta por tener que hacer lo de las caritas constantemente”. Asimismo, se queja de que al revés no ocurre nada, “por mucha valoración positiva que tengas”. El Corte Inglés no ha respondido a este medio a pesar de los reiterados intentos.

Desde Comisiones Obreras (CCOO) confirman a este medio que conocían la tecnología desde un principio y que, si bien no pueden “obligar a El Corte Inglés a eliminarla”, insisten en que la información recabada “no debe tener consecuencias para los empleados”. UGT y el sindicato FASGA (Federación de Asociaciones Sindicales de Grandes Almacenes) no han respondido al ser preguntados por esta cuestión.

Sociedad de la auditoría

Los terminales usados para registrar esta actividad son propiedad de Ingenico, compañía dedicada a los métodos de pago. En España su cuota de mercado alcanza alrededor del 90% en retail y un 60% en banca. Desde noviembre del año pasado se hizo efectivo el acuerdo entre la empresa y El Corte inglés, coincidiendo con las primeras pruebas de este sistema.

Pionera en este método de evaluación profesional es Guudjob, la app creada por dos empresarios españoles, que muestran su entusiasmo “al ver que la filosofía de individualizar la medición del servicio con cada profesional” sea una realidad en “empresas del calado de El Corte Inglés”. Son programas cuyo objetivo último, a ojos del empresario, es crear un trabajador más responsable, competitivo y manejable. Un fenómeno asociado al desarrollo del proceso neoliberal que desemboca en una “sociedad de la auditoría”, como la ha definido Michael Power. Una de las principales hipótesis de este autor es el hecho de que la auditoría no es neutral y focaliza a los auditados. Se origina entonces una situación en la que la auditoría determina la actividad del auditado para hace más eficiente su desempeño, como si fueran humanos programados para producir valor.

Gracias a las nuevas lógicas neoliberales introducidas por  las tecnologías de la información, la pauperización de las condiciones laborales se lleva al punto máximo de tensión: la fuerza de trabajo incrementa su productividad al punto de parecerse cada vez más a las exigencias hechas a las máquinas. Así, las innovaciones aplicadas de manera privada, lejos de aportar avances moral o materialmente dignas, se alejan cada vez más de los derechos adquiridos por los trabajadores a lo largo de la historia. Además, la eficiencia y la rentabilidad ganan importancia frente a ideas alternativas, como asegurar el estado de bienestar.

Nueva era de control

Las grandes corporaciones quieren dominar el mercado a toda costa, y eso empieza por tener a sus empleados lo más domesticados posibles. La táctica del mystery shopper –comprador misterioso– es otro ejemplo de este ataque a los derechos laborales. Una persona se hace pasar por un cliente y lleva al vendedor o vendedora a situaciones en ocasiones límites y surrealistas. Durante esa visita se tiene en consideración aspectos como la presencia, conocimiento del producto, predisposición a vender, corroborar que preguntan si pagará con la tarjeta de El Corte Inglés, o si se despiden correctamente, entre otros. Acumular varios toques de atención puede llevar a sanciones, como asegura un hombre que lleva más de diez años trabajando con ellos. 

Amazon, quien acaba de alcanzar el billón de dólares en capitalización bursátil, también recurre a métodos similares. La gigante del comercio electrónico hace algunos meses adquirió la patente para implementar accesorios de monitorización en el trabajo. Una suerte de cadenas similares a las imperantes en la esclavitud, pero adaptadas al sistema capitalista actual. En concreto, pulseras y brazaletes que indican la posición del empleado en la fábrica o emiten vibraciones para alertar a este sobre la necesidad de cumplir una determinada tarea.

Esta relación entre Amazon y El Cortes Inglés no es baladí, sino que responde a un mercado digital cada vez más competitivo en el que el crecimiento de la primera en España se ha disparado en el último lustro. “Creo que podemos encontrar vías de colaboración para crear una plataforma europea capaz de competir en igualdad de condiciones con los grandes operadores online“, contraatacó Dimas Gimeno, expresidente de El Corte Inglés, durante unas jornadas organizadas por la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos (CECE). En otra ocasión, Gimeno retó a su competidor estadounidense de la siguiente forma: “Si hacemos las cosas bien, podemos repartir pedidos en hasta 30 minutos y eso es imbatible”. Resulta difícil creer que cualquiera de estas afirmaciones sea posible sin precarizar más las condiciones laborales.

Y estas dinámicas se extienden a muchos otros ámbitos –como los aeropuertos–, alcanzando su máxima expresión en empresas de transporte privado del tipo Uber o Cabify, quienes someten a sus conductores, al igual que en aquel capítulo de Black Mirror, a que sean valorados mediante el uso de estrellas. Del cliente a la pantalla y de la pantalla al jefe. Así es como un algoritmo intermedia en la vida de la fuerza de trabajo para explotarla aún más.

Vemos emerger un mundo nuevo a imagen y semejanza de las necesidades de rentabilidad del capital global. Uno donde los intereses privados se impone a valores como la empatía, la cual queda relegada de puertas para fuera. Una vez dentro de esta sociedad donde todo lo ocupa el mercado, el trabajador se convierte en un individuo al que se le otorga, quiera o no, la figura de jurado, como si de un talen show de la tele se tratase. Es en este momento cuando la partida comienza de nueva. Entra en juego el falso, y más que interiorizado, mensaje ambivalente de que “el cliente siempre tiene la razón”. 

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