Aunque hasta la irrupción institucional de Vox mucha gente no era consciente del enorme peligro que representa la extrema derecha y sus diversas ramificaciones, la realidad es que la amenaza nunca ha desaparecido de la sociedad española.
El periodista Miquel Ramos, que publica ‘Antifascistas’. — Cristina Candel
Con unos grupos ultraderechistas que tenían una praxis callejera muy violenta después del final de la dictadura, poco a poco los colectivos que se veían agredidos reaccionaron y empezaron a organizarse para responder, por una cuestión de pura supervivencia. El antifascismo, que entonces era un movimiento minoritario y que siempre se ha visto reprimido por el Estado, ha evolucionado desde esa época para replicar a los cambios que, también, ha experimentado una extrema derecha que desde hace décadas explora la vía electoral.
Antifascistas. Así se combatió a la extrema derecha española desde los años 90 (Capitán Swing) es la monumental obra -más de 600 páginas- que ha escrito el periodista Miquel Ramos (València, 1979). Especializado en extrema derecha y movimientos sociales, Ramos reivindica la labor de las pocas personas que, durante muchos años casi en soledad, han hecho frente a una ideología que básicamente defiende la abolición de derechos y libertades y el mantenimiento de privilegios para unos pocos. Aprovechamos su estancia en Barcelona para mantener una larga conversación con él en la que reclama que el antifascismo debería convertirse, de una vez, en un «consenso de mínimos democráticos». Ramos colabora en varios medios, entre ellos Público.
En la introducción explica que el asesinato de Guillem Agulló, en 1993, supuso el despertar político y antifascista de una generación de adolescentes valencianos. Leyendo el libro puede tenerse la sensación de que estos despertares, de varias generaciones y en diferentes ciudades, a menudo responden a crímenes violentos de la extrema derecha. ¿Estamos lejos de alcanzar un compromiso antifascista más amplio sin necesidad de un hecho violento?
Desgraciadamente, han sido sucesos trágicos los que han sido capaces de remover conciencias más allá de quienes ya detectaban el problema, lo denunciaban y se enfrentaban a él. El drama es que el resto de la sociedad no lo entendió así, ni siquiera después de estos sucesos. Fue poca la gente que detectó el problema y le plantó cara, a pesar de la violencia manifiesta y la criminalidad de la extrema derecha sobre todo durante los años 90. Hoy en día es diferente porque esa extrema derecha tan violenta de algún modo ha menguado su actuación en las calles, pero existe precisamente una normalización de las ideas que abanderaban quienes cometían estos crímenes, existe una institucionalización. Sí que es cierto que la multipresencia y normalización de la extrema derecha ha despertado conciencias y no ha sido a partir de sucesos trágicos, pero todavía estamos muy lejos de tener un sentir general que entienda el antifascismo como un consenso de mínimos democráticos.
En una entrevista reciente, el fotoperiodista Jordi Borràs me decía que para él «declararse antifascista es consecuencia de declararse demócrata». Lo que muchos podemos entender como puro sentido común, todavía se cuestiona en el Estado español. ¿Pesa mucho el poso de 40 años de dictadura?
«La extrema derecha tan violenta de algún modo ha menguado su actuación en las calles, pero existe precisamente una normalización de las ideas que abanderaban quienes cometían estos crímenes»
Por supuesto, y no sólo eso. Los relatos oficiales, tanto desde el poder como desde los medios de comunicación, de la extrema derecha y de quienes la combatían lo han caricaturizado y lo han llevado al terreno de las tribus urbanas, de los extremos. Por tanto, no existe esta concepción democrática de que la defensa de los consensos mínimos de una democracia, que son los derechos humanos y los derechos y libertades, implican un compromiso antifascista. Básicamente porque el fascismo lo que trata es de abolir esos derechos y libertades.
El libro arranca en la Transición y pone de manifiesto la violencia y la impunidad de los grupúsculos de extrema derecha de la época y su conexión con los cuerpos policiales y los servicios secretos. ¿Los vínculos con las cloacas del Estado han continuado?
Claro. La configuración del Estado a partir de la muerte de Franco viene dada por la misma gente que en gran parte estaba formando parte del régimen, existe una continuidad, no una depuración de elementos fascistas dentro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, la judicatura, las fuerzas armadas, etc. Incluso los poderes económicos que se enriquecieron durante la dictadura, a base de expolio muchas veces, en muchos casos son las mismas familias que hoy siguen teniendo poder y mandando en la sombra. Obviamente, han cambiado las cosas y la sociedad es algo más madura a nivel democrático, pero desgraciadamente las cloacas y los poderes reales del Estado siguen entendiendo que la extrema derecha no es una amenaza para el statu quo. Todo lo contrario, es incluso una especie de ejército en la sombra y, como decía [el periodista Xavier] Vinader, llega a donde el Estado no puede llegar. El fascismo históricamente ha hecho el trabajo sucio a los poderes económicos y no representa ninguna amenaza para el statu quo.
Una de las cosas que muestra es que cuando el antifascismo ha reaccionado y se ha movilizado para detener a estos grupos violentos, siempre ha sufrido una fuerte represión. ¿El Estado se siente más cómodo con grupúsculos de ultraderecha que con un fuerte antifascismo organizado?
«El fascismo históricamente ha hecho el trabajo sucio a los poderes económicos y no representa ninguna amenaza para el ‘statu quo'»
Sí, como intento contar en el libro, el antifascismo forma parte de una serie de movimientos sociales. El militante antifascista participa en otras muchas luchas y estas luchas son las que amenazan realmente el statu quo o ponen en evidencia las fallas del sistema, del capitalismo. Por tanto, esta represión ha sido histórica desde los años 80 hasta la actualidad. Estamos viendo cómo mientras se permiten discursos de odio de la extrema derecha contra determinados colectivos, se sanciona hacer críticas a la monarquía, al Estado o a la Policía.
Los primeros colectivos explícitamente antifascistas aparecen a finales de los 80 y principios de los 90, como reacción a los ataques violentos de los ‘skinsheads’ neonazis. Subraya que era una cuestión de supervivencia, de hacer esto o de ser eliminados.
La indolencia del Estado y la banalización de esta violencia lo que provoca es que la sociedad deba organizarse para defenderse. En un principio, se produce esta conciencia colectiva de «si no nos defendemos nosotros, nadie nos va a defender». Y no hablo sólo de los colectivos de los movimientos sociales y de la izquierda, sino que también estaban asesinando a personas migradas, personas LGTBI, personas sin hogar… Hay una reacción de la sociedad ante ello porque el Estado no da respuesta. Es más, sigue reduciendo el problema del fascismo a un problema de orden público, despolitiza la amenaza de la extrema derecha y lo reduce a una caricatura de vandalismo, prácticamente. Y también pinta el antifascismo como una reacción violenta contra el sistema y obvia los problemas que hacen que haya gente que se organice, ponga el cuerpo y se juegue la vida para combatir a unas personas que directamente tienen como objetivo eliminar a una parte de la sociedad.
Destaca que el uso de la violencia sirvió en casos para detener ataques y echar a los neonazis de determinados espacios. Con una mirada actual, que si quiere es tramposa, puede sorprender el uso de la violencia. ¿Era el único camino? ¿El movimiento no tenía suficiente apoyo social para buscar otras vías?
«La extrema derecha es diversa, hay una que fue y es violenta y otra que a pesar de no ser violenta en la calle, alimenta discursos de odio que acaban en violencia»
El debate de las estrategias, y entre ellas está la vía de la acción directa, ha existido siempre y sigue existiendo hoy en día. Pienso que no somos nadie para juzgar las decisiones que se tomaron en determinados momentos y contextos. En algunos casos tuvo un efecto y logró detener la violencia de la extrema derecha y salvó vidas, posiblemente. En otros, se puede cuestionar si sirvió o no, pero la valoración debe hacerla el lector y, sobre todo, los protagonistas de aquellos contextos. Lo cierto es que ante la inacción del Estado y una impunidad total de la extrema derecha por una mera cuestión de supervivencia se tuvieron que tomar decisiones que en otros contextos, como en la actualidad, con otras herramientas y complicidades no serían necesarias.
¿Hay algún momento que perciba como un punto de inflexión en el que se asume que sí, que los grupos de ultraderecha son violentos y que son un problema social contra el que se debe actuar desde varios frentes?
La extrema derecha es diversa, hay una que fue y es violenta y otra que, a pesar de no ser violenta en la calle, alimenta discursos de odio que acaban en violencia. Si te pasas el día constantemente señalando a un colectivo, con tribuna política y con presencia en todos los medios, quizás al día siguiente va alguien y le pone una bomba, como ha ocurrido en algunos casos. El nazismo no empezó con las cámaras de gas, empezó con un discurso antisemita y después se institucionalizó. Hitler no iba dando hostias, ya había otros que las daban por él. Hay discursos que promueven la violencia, aunque no lo hagan de forma explícita, promueven ese sentir que hay una parte de la sociedad que es una amenaza contra la que debe actuar. Ahora bien, la violencia de la extrema derecha sigue existiendo y, de hecho, se ha incrementado en porcentajes alarmantes, hasta el punto de que agencias de seguridad de diferentes países la consideran ya la principal amenaza interna, como en el caso de Estados Unidos, Alemania…
El periodista Miquel Ramos, especializado en extrema derecha y movimientos sociales, publica ‘Antifascistas’. — Cristina Candel
–Hay una evolución de la extrema derecha a finales de los años 90 y primeros 2000 con la apuesta por la vía electoral. Sin embargo, los primeros éxitos significativos no llegan hasta que Plataforma per Catalunya obtiene 67 concejales en el 2011, después de copiar la estrategia de partidos europeos y centrar el discurso en inmigración e islamofobia. ¿Este cambio coge con el pie cambiado al antifascismo?
No del todo. No olvidemos que los primeros partidos de extrema derecha que tratan de parecerse a lo que ya había en Europa comienzan a mitad de los 90. Es cierto que por su idiosincrasia y configuración, con la mayoría viniendo de grupos neonazis, les es difícil esconder esta vinculación. PxC es el primer partido que no sólo tiene éxito, sino que hace este discurso y es capaz de penetrar en determinadas capas sociales que no se consideran a sí mismas de extrema derecha. De hecho, PxC sólo articula dos ejes en este período: antiimigración e islamofobia, es decir, «primero los de casa» y la amenaza del islam. No entra en cuestiones territoriales, ni feministas… Se descubrió que a nivel catalán había una base social que votaría a la extrema derecha, se demostró que había un público que compra estas ideas y es lo que ha pasado después con la llegada de Vox. No es que de repente haya dos millones de ultraderechistas, sino que había personas que pensaban así y, simplemente, votaban otras opciones políticas, principalmente al PP.
–Vox está normalizando discursos que podíamos pensar que empezaban a estar extirpados de buena parte de la sociedad, e incluso los envuelve con una pseudorebeldía contra lo políticamente correcto. ¿Qué busca con esa estrategia?
La estrategia de la extrema derecha es poner de pantalla esta batalla cultural contra los consensos mínimos democráticos en materia de derechos y libertades, y además plantear que existe una amenaza a los colectivos hasta ahora privilegiados que viene de los colectivos que exigen igualdad. Es decir, que para ella que determinados colectivos accedan a derechos que los colectivos mayoritarios ya tienen supone una amenaza para el statu quo. Es lo que llamo el victimismo del privilegiado: el hombre se siente amenazado por el feminismo; los heterosexuales, por el lobby gay; las personas autóctonas, por las personas migradas cuando consiguen derechos; los castellanohablantes amenazados porque las lenguas minorizadas del Estado quieran igualdad, y así hasta el infinito.
–Este victimismo del privilegiado funciona no sólo apelando a una cuestión de clase, sino a esas identidades que fomenta la extrema derecha.
Juega en el terreno de las identidades; si no, no se explica que alguien de clase trabajadora la vote, porque si se leyera su programa económico se daría cuenta de que vota contra sus intereses. Si vota a la extrema derecha es porque ésta ha estimulado otras identidades: el hombre, el hombre blanco, el heterosexual, el español… Y esta apelación identitaria hace que un obrero vote a la extrema derecha, porque quizás antes es español que obrero.
Supongo que esto también está vinculado a un desclasamiento de la sociedad.
Absolutamente. Esta falta de conciencia de clase hace que la extrema derecha sepa apelar a otras identidades que superen la identidad de clase. Y, por otra parte, la extrema derecha utiliza esta pantalla de batalla cultural e identidades, por no hablar de su programa económico, porque si le toca hacerlo se desvelaría la trampa y la clase trabajadora se daría cuenta de que está votando en contra sus propios intereses.
Con la fuerza institucional que tiene actualmente Vox debe evolucionar la forma de luchar contra la extrema derecha: no bastan las concentraciones en la calle, ni con unos cordones sanitarios que, con la cierta excepción del Parlament de Catalunya, apenas vemos en el Estado. ¿Cómo se debería actuar?
«Con la llegada de la extrema derecha a las instituciones esta conciencia antifascista ha ganado terreno»
La bandera del antifascismo durante muchos años la ha llevado poca gente y en soledad, y enfrentándose a la estigmatización, la criminalización, la persecución y la amenaza directa que suponía la extrema derecha incluso para su vida. Con la llegada de la extrema derecha a las instituciones, esta conciencia antifascista ha ganado terreno, más gente se ha sentido interpelada y esto debería implicar muchas más complicidades a la hora de combatirla. Es lo que debería haber existido desde el principio, pero desgraciadamente no fue así.
Ahora es el momento de llegar a un movimiento más transversal y que la gente se sienta interpelada en serio, posiblemente porque ve que el monstruo que algunos denunciaban es real, está en las instituciones, manda y legisla y afecta directamente a su vida. Obviamente, esto exige otras estrategias y este libro pretende demostrar cómo durante muchos años la lucha ha sido en soledad y, además, con cierta condescendencia y desprecio hacia la gente que llevaba esa bandera.
La reflexión debería hacerla toda la gente que no había estado y ahora debe encontrar las herramientas, los espacios y la manera de actuar y aquí interpelo al gremio periodístico, a los profesores, a los agentes sociales, a los sindicatos y a la política institucional porque no valen sólo discursos brillantes o cordones sanitarios contra la extrema derecha, esto debe verse también con políticas valientes. Si estás gobernando y tienes capacidad de realizar determinadas políticas esto debe tener una traducción real en la vida de las personas, concretamente en la precariedad. Tienen que dar respuesta a los problemas reales del día a día de las personas y deben ayudar a superar las situaciones en las que la extrema se siente fuerte, que son los discursos securitarios, los de la antipolítica.
En cambio, nos encontramos con que en determinadas instituciones del Estado, como la Policía, el Ejército o la judicatura, las simpatías hacia la extrema derecha son amplias. Además, figuras interesantes como los delitos de odio son pervertidas y acaban utilizándose contra colectivos vulnerables que justamente se movilizan contra los discursos de odio.
El Estado no tiene intención de desactivar a la extrema derecha porque no supone una amenaza para el statu quo. No es su problema que haya elementos reaccionarios en el Ejército o en la Policía, no lo pagan ellos. Al no suponer esa amenaza, no se reconoce el problema. Es más, las herramientas que se ponen para vacunar contra esta amenaza, como sería la figura de los delitos de odio, se vuelven en su contra. Se interpreta que no existe la desigualdad estructural que la legislación pretendía corregir y proteger a los colectivos vulnerables, sino que se habla de odio en general y se producen situaciones tan aberrantes como que personas que protestan contra una campaña homófoba o machista son acusadas de delitos de odio. Esto es una perversión a la hora de interpretar la legislación y hace que los colectivos vulnerables se sientan desprotegidos y que la desigualdad no se corrija. Y demuestra que existe una falta absoluta de voluntad de desactivar esta infección de odio y a la propia extrema derecha, porque no supone una amenaza.
A la hora de hacer balance de estos más de 30 años de antifascismo en el Estado, ¿con qué se queda? Porque se puede pensar que, pese a la lucha, hoy la extrema derecha vive su mejor momento desde la dictadura, o bien que la mayor conciencia antifascista no habría sido posible sin los movimientos previos.
«Todos los conceptos que aprendí a principios de los años 90 en materia de feminismo en una casa okupa son hoy mainstream»
Lo veo más dándole valor a la gente que vio el problema hace 30 años, se la jugó, luchó en soledad y trató de concienciar a la gente de lo que hoy en día muchos ya están concienciados. Y aquí apelo a esa gente que ve ahora el problema y no lo veía antes, ¿dónde estaba en todo ese tiempo? Esto debería cambiar un poco esta concepción caricaturesca que se tiene no sólo del antifascismo, sino de los movimientos sociales. Todos los conceptos que aprendí a principios de los años 90 en materia de feminismo en una casa okupa son hoy mainstream. Ya se hacían grupos de hombres para hablar del machismo, ya se hablaba de la masculinidad tóxica, ya se cuestionaba también en esa época la Ley de extranjería y el racismo institucional. En gran parte el libro trato de reivindicar cómo grupos de gente joven ya detectaban unos problemas y tenían unos relatos que hoy en día son asumidos por gran parte de la sociedad. Esto es una reivindicación que hay que llevar con orgullo por parte de la gente que ha formado parte de ella.
En sentido positivo, destaca cómo la movilización permite cambiar cosas e incluso recuperar espacios que parecían vetados, como puede ser la manifestación del 9 de octubre en València.
València es muy particular y en el País Valencià no sólo hemos sufrido una violencia extrema de la extrema derecha, sino una impunidad absoluta y una característica propia por una cuestión identitaria y el relato que ha hecho su extrema derecha. Pero haber vivido con tanta soledad tanta virulencia de la extrema derecha y el hecho de haber sido tan criminalizados, perseguidos y golpeados por su violencia y terrorismo también configura un carácter y una forma de estar en la política, una resiliencia y una actitud de resistencia. Todo esto demuestra que es posible reciclar las adversidades de forma que se transformen en firmeza. Que en el País Valencià la extrema derecha haya tenido tantos colectivos en el punto de mira, desde partidos democráticos hasta universidades, asociaciones culturales o militantes de izquierda radical, ha provocado esta conciencia colectiva antifascista imprescindible para la supervivencia, pero también de transformar este dolor en reacción y en una actitud constructiva.