Noticias falsas: el gran bulo de 2017

“Noticias falsas” es la palabra del año para el diccionario Oxford y una de las candidatas a serlo para Fundeu. ¿Ha habido para tanto?

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El diccionario de Oxford elegía el pasado noviembre el término “fake news” como la palabra el año 2017. Un aumento del 365% en su uso, según los responsables del diccionario, justificaba la elección tomando el relevo de “posverdad”, la ganadora de 2016. Su equivalente en español, “noticias falsas”, es también candidata al galardón que otorga FUNDEU.

¿Por qué de repente ese interés por un fenómeno que ha existido siempre? ¿Qué hay de nuevo cuando este año ni siquiera se han sacado de la manga una palabra nueva como “posverdad” para definir a la mentira? Cierto es que el número de emisores de información ha crecido con las posibilidades que, por ahora, ha abierto internet y, evidentemente, eso ha repercutido en que crezca el número de falsedades publicadas.

Pero también lo es que, al mismo ritmo, lo han hecho la visibilización de otras realidades y enfoques que quedaban fuera del panorama mediático y han venido a enriquecer, influenciar y tratar de hacerse un hueco en la agenda de temas a tratar. Además ha supuesto que lo publicado, ya sea en medios tradicionales o en redes, pueda ser refutado con gran rapidez, cosa impensable hace años. ¿Por qué quedarnos entonces con las malas noticias?

La razón más plausible parece que tiene que ver con lo difícil que ha sido siempre soltar un privilegio. De otra manera es muy difícil explicar una postura tan beligerante frente a lo que, desde un punto de vista democrático, es evidentemente un avance. Solo quien ostentaba el monopolio de la verdad y la mentira puede sentirse tan agraviado.

Paradójicamente son ellos, los más beligerantes contra las fake news, de quien parten los dos bulos que han sido los más influyentes del año en nuestro país a la vista de sus repercusiones. Ambos tienen en común la temática de las noticias falsas y el telón de fondo de la cuestión catalana.

La mejor muestra de su influencia es la propuesta realizada por el Partido Popular para que el Congreso debata sobre las medidas a tomar para garantizar la veracidad de las informaciones que circulan por Internet. Teniendo en cuenta los mecanismos que se están planteando, la noticia falsa más peligrosa para la democracia ha sido la supuesta incidencia de las noticias falsas.

El bulo de las cargas del 1 de octubre

A mediados de octubre, el Washington Post publicaba un artículo titulado “Cómo las noticias falsas ayudaron a dar forma a la votación catalana por la independencia”. En dicho artículo se aseguraba que “la mayoría” de las imágenes de “supuestas víctimas” de violencia policial de aquel 1 de octubre “resultaron ser imágenes del pasado”.

Unos días después, el ministro español de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, aseguraba en una entrevista con la BBC que “algunas imágenes” de aquel día no eran ciertas y que se propagaron “muchos hechos alternativos y noticias falsas”. El portavoz de su partido, Rafael Hernando, justificaba la presentación al Congreso de una proposición para combatir las “noticias falsas” por las intoxicaciones sufridas el 1 de octubre.

¿Cuáles son esas intoxicaciones? ¿Nos la colaron con los vídeos de las cargas, los porrazos, los pisotones o los disparos de balas de goma? En realidad, todo parte de las imágenes descubiertas por Maldito Bulo que fueron publicadas posteriormente por medios más grandes, empezando por El País. Ninguna de ellas desmiente los vídeos y fotografías más virales de la actuación policial.

Son seis imágenes (sí, solo seis) compartidas en redes sociales. Cuatro de ellas muestran agresiones y cargas de la policía pertenecientes a diversas manifestaciones. Una más es una disputa entre policías y bomberos durante una protesta en 2013 y la última es una bandera estelada colocada sobre una imagen real de vecinos y guardias civiles.


El desmontaje de estos bulos ha dado la excusa para uno mayor: la actuación policial que todos vimos el 1 de octubre no pasó. De hecho, no solo no pasó sino que tenemos al partido del gobierno dispuesto a legislar contra la libertad de información porque aquello nos lo habíamos inventado para desestabilizar la democracia. Por si no fuese la cosa suficientemente distópica, la proposición incluye la creación de un “sello de veracidad”: el gobierno presidido por M. Rajoy nos quiere montar un Ministerio de la Verdad.

El cuento de la injerencia rusa

Una semana antes del referéndum llegaba a portada de El País la trama rusa, el otro gran tema que ha llevado al Gobierno a emprender su selectiva lucha contra la desinformación. Han pasado ya tres meses y la poca solidez de los argumentos y pruebas presentadas por la cabecera de PRISA no ha conseguido sino hacerse más evidente.

Recordemos brevemente el mejunje inicial: un grupo de hackers y bots con Julian Assange y Edward Snowden a la cabeza trabaja para el gobierno ruso distribuyendo las supuestas falsedades que publican medios públicos y privados afines al Kremlim para desestabilizar la democracia en España y la UE con el apoyo de los venezolanos.

Se debió de quedar muy a gusto el autor. Casi tanto como los del Instituto Elcano poniéndole el nombre de «Kombinaciya» a la macedonia y justificándolo con este espectacular gráfico:

Las pruebas presentadas respecto a las conexiones eran inexistentes o de lo más endebles. Algunas, como el supuesto número de seguidores robóticos de Assange, eran directamente falsas. Con el tiempo, la cosa no ha mejorado demasiado.

El jefe de opinión de El País, José Ignacio Torreblanca, compartía con entusiasmo el “impresionante trabajo” de Javier Lesaca al respecto a principios de diciembre:

Pero el artículo no decía que el 84% de las cuentas que difundieron informaciones sobre Catalunya de medios rusos fueran bots, como aseguraba en su tuit. Lo que toma su autor como referencia son las 100 cuentas que más publican contenidos de esos medios. Entre ellas están, como es lógico, las de los propios medios.

El resto pueden ser bots, sí. Pero también cuentas que utilicen una aplicación para tuitear automáticamente contenidos de otros, posibilidad que no menciona el estudio. En cualquier caso, tal y como se toma la muestra, lo normal es que el resultado sea ese. Quién comparte todo lo de un medio o es el medio o es una cuenta automatizada.

¿Será que lo que ocurre es que no tienen pruebas? La historia de la injerencia rusa ha llegado tan lejos que en su periplo nos hemos acabado enterando. Ocurría la semana pasada en el Parlamento británico.

Allí acudía David Alandete, director adjunto de El País y experto en la materia, junto con representantes del Instituto Elcano y de la oficina madrileña del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. Una comisión de investigación de aquella cámara respecto a la injerencia rusa en el referéndum del Brexit tenía interés en escuchar lo que había ocurrido en Catalunya.

Ante la pregunta de uno de los diputados respecto a las evidencias de la injerencia que tenían los presentes, dos de ellos respondieron que no tienen. Alandete, por su parte, dijo que su única prueba es que las televisiones rusas han emitido noticias favorables a la independencia.

Teniendo en cuenta que ha dado para unas cuantas portadas y artículos, da qué pensar respecto al nivel de exigencia de su periódico. La broma telefónica a Cospedal, en la que la ministra repetía palabra por palabra lo publicado por El País creyendo que estaba hablando con un ministro de Letonia, demuestra que en las altas esferas sigue siendo el diario más influyente. Ay, la que se nos viene encima.

¿Quién vigila a los vigilantes?

En 2018 se seguirá hablando de estos temas y la discusión al respecto no es en absoluto trivial. Están en juego libertades y derechos básicos en un momento en el que hay un potencial tecnológico que, pese a sus problemas y limitaciones, permitiría ampliarlos.

Desde los grandes medios llevan tiempo pidiendo que alguien haga algo por salvar la democracia. Y cuando dicen democracia se refieren a ellos mismos. En principio la vista se puso en Facebook y otras redes sociales, curiosamente el lugar desde el que consiguen la mayor parte de visitas a sus webs. Parece que consideran que está demasiado repartido el pastel.

Más allá de que dejar cuestiones de tanta importancia en manos de una multinacional opaca que funciona basándose en un algoritmo indescifrable no parezca la mejor de las ideas, las medidas que ha ido planteando Facebook no resultan demasiado convincentes.

Además de intentos por hacer que el algoritmo decida qué es falso o no o la prohibición de contratar publicidad a ciertos medios, la medida estrella ha sido crear comités de expertos que decidan qué noticias son cuestionables y ponerles una banderita avisando de ello. Esta semana Facebook anunciaba que dejaba de hacerlo porque la identificación en cuestión hacía que la noticia tuviese más visitas.

¿Pero quiénes son esos expertos? Entre los socios elegidos por la red social por ahora solamente hay un medio español, el programa de La Sexta El Objetivo. Entre los extranjeros, llama la atención la presencia de un medio mencionado dos veces en este artículo, el Washington Post. ¿Quién los vigila a ellos?

El otro frente desde el que se combatirá el problema es, como ha sido evidente estos días, el legislativo. Por ahora nos podemos permitir reírnos con momentos tan hilarantes como este, en el que Cospedal habla contra la desinformación en un acto organizado por La Razón. Pero lo cierto es que sus intenciones deben preocuparnos.


Tras un 2017 que la Plataforma en Defensa de la Libertad de Expresión ha calificado como el “año de los delitos de opinión”, el curso que viene no augura nada bueno. A las medidas planteadas por el Partido Popular contra las injerencias y la desinformación se suma que el gobierno esté barajando también prohibir el anonimato en las redes. Si la posibilidad de pisar la cárcel por hacer un chiste de Carrero no era suficientemente persuasiva, quieren que las opiniones se den con nombres y apellidos.

Naciones Unidas ha defendido en diversas ocasiones el derecho al anonimato en internet como una forma de garantizar las libertades de expresión e ideológica. A pesar de ello, la medida sería a buen seguro celebrada por nuestros más ilustres opinadores, que llevan años pontificando contra la peligrosa turba de anónimos de las redes. Desde esas tribunas se les pide gallardía y dar la cara mientras se posterga el enfrentarse con honestidad a unas críticas que nunca antes les habían llegado.

El cartismo, uno de los primeros movimientos obreros durante la Revolución Industrial, presentaba en 1838 la llamada Carta del Pueblo al Parlamento británico. Entre sus peticiones estaba la de garantizar que el sufragio, además de universal, fuese secreto. El motivo era evitar las represalias laborales que podían sufrir los trabajadores por votar un partido que fuese contra los intereses de su empleador.

Si a ese miedo le sumamos la facilidad de rastrearnos a través de Google, la medida planteada por el gobierno podría ser de lo más efectiva en el contexto de precariedad, temporalidad y despido fácil en el que vivimos: que solo se atrevan a opinar los bienpensantes o los que tengan la vida resuelta.

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