En mayo de 2018 fui a Viladecans para conocer a Tamara. Al principio no reconocí su cara, la cara que había visto tantas veces, la cara que todo el mundo había visto en los telediarios acompañada de una música siniestra y un vocabulario apocalíptico. «Cabecilla». «Terrorismo». «Sabotaje».
La activista de los CDR Tamara Carrasco en la concentración en la Plaza Cataluña de Barcelona con motivo de la finalización del juicio del 1-O // David Zorrakino / Europa Press
En las imágenes que difundieron las televisiones aparece rodeada de guardias civiles. Algunos van encapuchados. Otros empuñan armas largas. La escenografía estaba diseñada para transmitirnos la idea de que habían capturado a una peligrosa malhechora.
Una mañana de abril, Tamara despertó con una ráfaga de timbrazos y se encontró con una decena de hombres armados en su puerta. La sacaron de su casa entre flashes fotográficos y la condujeron en coche en un largo viaje hasta la comandancia de Tres Cantos. Han pasado más de cuatro años y todas las acusaciones que levantaron en su contra se han evaporado. Ni terrorismo, ni sedición, ni rebelión, ni incitación a la comisión de desórdenes públicos.
El Tribunal Supremo ha ratificado esta semana la absolución definitiva a través de un tuit. «Ya si me enviáis el documento de la sentencia sería todo un detalle», respondía Tamara desde su cuenta.
Cualquiera que hubiera seguido los informativos el día de su detención se la habría imaginado como una líder guerrillera apostada con su fusil en medio de la selva amazónica. Cuando fui a Viladecans, en cambio, encontré a una joven de treinta y cinco años que trabajaba en un proyecto de ayuda a personas con discapacidad y que no podía salir de su pueblo porque un juez temía que se diera a la fuga. Era una de tantas personas con inquietudes sociales que aquellos días salían a la calle a protestar en Catalunya. El objetivo del proceso en su contra, me dice Tamara, no era otro que «convertir a un sujeto anónimo en un sujeto político».
En aquella época aún no se había extendido la simbología de los lazos amarillos pero era habitual encontrar en las calles catalanas paneles con los rostros de los líderes represaliados tras el referéndum del 1-O, desde Jordi Sànchez hasta Oriol Junqueras. Si me costó trabajo reconocer a Tamara la primera vez que la vi en Viladecans fue porque su rostro no había figurado nunca en las pancartas. Un mes después de su arresto se la había tragado la tierra. Estaba sola. No contaba con una red estable de apoyos más allá de su círculo cercano. Estuvimos conversando en un bar y aquella fue su primera entrevista.
La noticia del arresto desató un corto pero intenso vendaval informativo y abrió un tortuoso camino judicial de escarnio público y medidas cautelares. La absolución, sin embargo, apenas ha ocupado un discreto pie de página en algunos medios.
Otros han preferido mirar hacia otro lado. Al fin y al cabo, el propósito del muladar mediático nunca fue transmitir una realidad sino generar un estado de opinión. Colgar el sambenito a los CDR, vaciar las calles y disuadir a la población de que celebre ninguna clase de protesta. Hay informativos que cada vez pertenecen menos al ámbito de la información y más al de la propaganda.
El caso de Tamara es uno de los muchos alardes punitivos con que el Estado ha respondido al último ciclo de movilización social. En 2015, la Operación Ice puso en prisión a seis jóvenes con acusaciones de terrorismo basadas en la posesión de productos de limpieza y en la divulgación de lemas subversivos como «Goku vive, la lucha sigue». A Juan Manuel Bustamante, que pasó 16 meses preso, le intervinieron una sopa de lombarda. El inventario de objetos incautados a Tamara es también irrisorio: una careta de papel con el rostro de Jordi Cuixart, botellines de cerveza, un silbato amarillo. Hace ahora un mes, la Brigada Antiterrorista detuvo a catorce activistas climáticos por el imperdonable delito de haber arrojado caldo de remolacha contra las paredes del Congreso.
La banalización del concepto de terrorismo se ha convertido en una implacable modalidad de control social.
Todas estas redadas han tenido la apariencia de un auto de fe, donde el poder se escenifica con fines pedagógicos y la violencia institucional recae sobre la cabeza de un chivo expiatorio. «La deshumanización es lo peor de todo el proceso», me cuenta Tamara. «Llevar la marca para siempre cuando vas a buscar trabajo o piso». No solo su vida cotidiana quedó de pronto interrumpida sino que además todavía hay quienes le reclaman sacrificios de mártir. Desde su posición de ciudadana de a pie le parece inconcebible «que se te exija y audite como si tuvieras responsabilidad política, como si hubieses decidido estar ahí».
La mañana en que la detuvieron, justo después de registrar su vivienda, los agentes le ofrecieron cubrirle la cara ante las cámaras. «Les dije que no, que no había hecho nada malo». Ha tenido que esperar más de cuatro años para conseguir demostrar lo que fue siempre evidente para cualquiera que se hubiera tomado la molestia de conocerla.
En los buscadores quedan, para la historia de la infamia, los titulares de aquellos que quisieron fabricar un caso donde nunca lo hubo. Jamás les importó triturar la vida de una persona para defender el orden establecido.
Ahora que la credibilidad del periodismo oficial se resiente, no viene mal recordar una incómoda evidencia y un aviso para navegantes: la cloaca, desde que es cloaca, no se nutre tanto de informes policiales falsos como de informes reales repletos de falsedades.