Los políticos de medio mundo, especialmente de los países centrales, pierden totalmente el sentido de la situación en la que se encuentra la economía global para anunciar la recuperación a bombo y platillo, en el mejor estilo chamanístico, buscando que su enunciación reiterada la haga realidad.
Sin embargo, las preguntas que cada vez están surgiendo con más fuerza en medios políticos e intelectuales de medio mundo versan sobre las posibilidades de supervivencia, ya cada vez a plazos más cortos, de lo que llamamos como capitalismo.
Esto, como bien decía Immanuel Wallerstein hace dos décadas, cuando predijo la actual oleada de inestabilidad política y económica, no quiere decir que, en caso de que no podamos llamar más capitalismo a lo que surja de este contexto, vayamos a estar ante un sistema más igualitario y justo. Eso, decía Wallerstein, depende únicamente de la suerte de las luchas políticas en curso, aunque sea evidente que en un contexto de profundos atolladeros para la acumulación capitalista –de la que depende la suerte de los proyecto sociales y políticos concretos de los Estados–, sea más fácil que estas luchas salgan adelante.
En la práctica, esta situación se materializa en un contexto en el que las intervenciones masivas de los bancos centrales de Japón y EE UU, Quantitative Easing o QE, son capaces de sacar a los países centrales de la zona de recesión, pero son incapaces de generar un ciclo de crecimiento global.
En términos políticos, esto significa que, en ausencia de crecimiento, lo que queda es la desposesión permanente, el saqueo institucionalizado de la riqueza social para ponerla al servicio de las élites económicas.
En Estados Unidos, epicentro de este modelo de política monetaria, esto se ha materializado en un perfil ‘de dientes de sierra’ del PIB, que alterna bruscas subidas y bajadas, y que ha tenido una radical caída del 3% en el primer cuatrimestre de 2014 [Nota del editor: los datos del segundo trimestre, publicados después de la edición de este artículo en DIAGONAL 228, mostraron un crecimiento del 4%]. Por supuesto, se puede decir que estas políticas valen en la medida en que les han servido a los mercados financieros para generar ganancias en los ciclos bursátiles. Aunque cada vez más voces, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea, ven cercano el agotamiento de esta fase y piden una vuelta a la ortodoxia neoliberal de la escuela austríaca, es decir, que se retiren los estímulos económicos, que vuelvan los ataques a la deuda y que las situaciones cercanas a la asfixia económica de los Estados vuelvan a permitir a las élites financieras que sus programas de recortes y privatizaciones se apliquen como medidas de emergencia económica, normalmente a través de rescates abiertos o encubiertos.
Los llamados países emergentes son el contraejemplo permanente que ponen aquellos que defienden la viabilidad futura del capitalismo. Desde estas posiciones, los atolladeros del proceso de acumulación serían un simple efecto sesgado territorialmente de la visión que tenemos americanos y europeos sobre la totalidad del sistema. En realidad, según estas lecturas, estaríamos simplemente asistiendo a un traslado de los focos de dinamismo del capitalismo mundial en el que los antiguos países centrales serían los perdedores.
Sin embargo, esta lectura es poco conviencente. Un artículo recientemente publicado en la versión inglesa de la New Left Review cuestionaba, con un importante aparato empírico, el que los años pasados desde la crisis hayan traído una mayor fuerza económica de los países emergentes; bien al contrario, mediante un análisis de la estructura de los sectores clave, parece que se ha profundizado el modelo de la división espacial del trabajo a la que llamamos globalización. Es decir, la localización en los países emergentes de las partes de la cadena de valor menos rentables, la manufactura descualificada y la producción en masa de recursos naturales. Y los segmentos más rentables, las fases de control, organización y diseño, incluyendo el poder financiero, en los países centrales.
El resultado es, según dicho artículo, que las tasas de crecimiento de los BRIC habrían tocado techo en 2011 y que esta estructura espacial de la producción estaría acrecentando la dependencia política de estos países. Algo que, por un lado, se pudo ver en el amago de ataque a sus mercados financieros este invierno –un riesgo que todavía no está del todo alejado– y, por otro, está detrás de la reciente declaración conjunta de sus líderes de crear unas instituciones transnacionales capaces de desafiar el poder del dólar y sus instituciones: FMI, BM y OCDE.
En Europa son, cómo no, algunos economistas alemanes los que están denunciando los estímulos monetarios del BCE –que todavía no se acercan ni remotamente al QE–, y sobre todo los bajísimos tipos de interés, en la práctica negativos, como una forma de volver a permitir que el sur regrese al vivir ‘por encima de sus posibilidades’. Es decir, que sus Estados puedan simplemente coger algo de aire.
A nadie debe escapársele, una vez más, que la posición de los economistas alemanes más beligerantes está relacionada con la propia obtención de ventajas competitivas para su deuda pública, tanto más demandada como refugio cuanto más se erosionen los intereses de la deuda periférica.
Deuda pública que, en última instancia, es el factor que apuntala la paz social en una Alemania que, por mucho superávit comercial que registre, sigue viviendo en un modelo de economia privada poco dinámica basado en los bajos costes laborales y amenazado por una demografía menguante. En cualquier caso, y es algo digno de reseñar, el BCE parece distanciarse de estos posicionamientos y alinearse, desde una posición claramente más tenue y con mucho retraso, con los planteamientos del resto de bancos centrales del mundo. No debe pasar desapercibido el que una institución expresamente diseñada para el control de la inflación esté desarrollando políticas antideflacionistas. Se puede decir que el BCE es posiblemente la única instancia europea que tiene perfiles semejantes a lo que sería un capitalista colectivo capaz de velar por los intereses de clase frente a la voracidad inmediata de algunas de sus facciones. Desde luego, en este marco, los programas de austeridad –que siguen siendo la única política económica de la UE– pierden parte de su poder disciplinario semiautomático y le queda a la Comisión Europea el papel de sacarlos adelante en forma de decisiones políticas. Algo que, por ejemplo, afecta de lleno a un Estado español que está pagando 4.500 millones en intereses de deuda y tiene pendiente un recorte de más de 20.000 millones de euros que, de realizarse, podría terminar de tumbar al Gobierno del Partido Popular. Y la Comisión Europea sabe que será difícil volver a tener un Gobierno más servil que éste.